viernes, 27 de septiembre de 2013

Salida al ruedo: la primera inyección de Lucentis

Era el día 11 de noviembre de 2008. De buena mañana fui a la clínica Barraquer para someterme a las pruebas preparatorias a la intervención: examen optométrico, OCT y angiografía, seguidas de una visita a la doctora Viver para examinar el fondo de ojo y confirmar la necesidad de la inyección. Después tuve que firmar una autorización, con la que se aseguran de que te haces responsable ante cualquier problema o complicación que pueda surgir y la clínica se cubre legalmente; ya no puedes reclamar nada si las cosas van mal. Y me citaron a las 16.30 h para la intervención. 

Llegué puntual y lo primero que tuve que hacer fue pasar por caja. El importe de la inyección ascendía a 1412 euros. Por tener una mutua, el precio bajó a 1012 euros ―la mutua cubría la parte del quirófano―. La verdad es que me pareció muy caro, y más después de saber que el coste de producción del medicamento es bajísimo. Esto lo encuentro escandaloso. Pagar esa cantidad, que me costó esfuerzo conseguir, fue como otro pinchazo psicológico y moral. Pensé en todos los pacientes que, después de ser expoliados, no mejoran con el tratamiento, o sufren complicaciones. En todos los que no pueden permitirse pagar esta terapia o gastan en ella los ahorros de toda una vida. Mientras esperaba, iba mirando a los otros pacientes que, como yo, debían someterse a la inyección. Eran personas diversas, la mayoría ancianas, algunas venidas de muy lejos. Me pregunté qué ocurre con los que no pueden pagarse este tratamiento… Y con los que recurren a la sanidad pública pero tienen que esperar un tiempo, a veces demasiado, y son intervenidos cuando el deterioro visual ya ha avanzado hasta el punto de incapacitarlos. Me parece indignante, y una afrenta al juramento hipocrático que todo médico debería tener presente.

Éramos unas 25 personas, y se me figuró que parecíamos toros llevados al ruedo. Las puertas del quirófano se abrían y se cerraban, entraban y salían médicos y enfermeras. La luz de las salas de espera era fría y triste; la decoración en blanco y negro me pareció oscura y no contribuía a animar el ambiente. Y, mientras tanto, los pacientes esperábamos a que nos fueran llamando, acompañados de nuestros familiares, que hacían más soportables esos momentos. Especialmente para los que, como yo, íbamos por primera vez.

¿Cómo me sentía? Volvía a sentir opresión en el ojo.  Casi había olvidado el láser y reviví esa primera agresión, aunque intenté convencerme a mí mismo de que realmente todo era más sencillo: un simple pinchazo y nada más. Pero, en el fondo, mi ojo iba a ser atravesado por una fina y larga aguja. No podía evitar pensar en ese momento y tragué saliva.  Pero estaba dispuesto, pues sabía que era la única solución para detener el sangrado en la retina, así que me armé de valor.

Cuando me llamaron pensé: ¡al ruedo! Estaba acongojado. Atravesé un pasillo y me encontré con las enfermeras. Me hicieron tumbarme en una camilla, me desinfectaron el ojo y me lo anestesiaron con muchas gotas. Mientras iban preparando la entrada al quirófano me cubrieron la cara con una tela y practicaron un agujero en el lado izquierdo, por donde la doctora iba a intervenir. En el trayecto hacia el quirófano oí todo tipo de comentarios por parte del equipo sanitario: conversaciones sobre sus vidas privadas, bromas frívolas, risas… Supongo que es habitual, para ellos ese trabajo es rutinario, pero desde el punto de vista del paciente, que está allí tendido, inquieto y angustiado, me pareció una falta de profesionalidad.

Unos minutos después estaba en el quirófano, entre los enfermeros que seguían echándome gotas en el ojo. La doctora Viver me saludó con calidez. En medio del ajetreo su voz sonaba como una suave música, pues ella siempre es muy amable y delicada en el trato. Me fue indicando los pasos a seguir. El momento más duro fue cuando, con unas pinzas redondas, me abrieron los párpados, ejerciendo una fuerte presión sobre el ojo para inmovilizarlo. Segundos más tarde, sentí la inyección, penetrando en el ojo y liberando el fármaco, una especie de amalgama que va directa a la retina. Ese momento es el más delicado, porque no puedes moverte ni un milímetro.

Noté la textura del medicamento esparciéndose por el interior del ojo, creando un efecto visual multicolor. Y se acabó el martirio. Después de hacer la grabación protocolaria, la doctora se despidió cordialmente y me dijo que todo había ido muy bien y que había sido un paciente ejemplar.

Cuando salí al pasillo me dieron unas gotas desinfectantes para ponerme en el ojo durante cinco días y me acompañaron a casa. Llegué agotado mentalmente e intentando tranquilizarme. Tenía el ojo muy rojo por la presión, y dolorido. Ese día fui consciente de la enorme cantidad de gente que sufre patologías oculares como yo, y deben pincharse, no una sino muchas veces, con regularidad. Me sentí solidario con ellas y quise aprender más sobre mi dolencia y sobre la salud ocular. Fue el inicio de un largo camino que, a ratos, iba a ser cuesta arriba. La doctora me dijo que era imprevisible cuántas inyecciones podría necesitar, y yo esperé y deseé que no fueran muchas más. Pero, a partir de entonces, y en los años siguientes, pasé por un calvario de más de diez pinchazos. 

1 comentario:

  1. Joaquin se que lo pasaste mal solo hace falta leerte, pero no pude dejar de sonreír con como lo describes, Me hace gracias tal y como lo cuentas, pues también he pasado varias veces por el quirofano y se de todo eso, de los miedos que te invaden la mente, te hacen pensar que a lo mejor ni sales y ello tan panchos labor del día a día, Aunque si estoy totalmente de acuerdo contigo tendría que existir un poco mas de silencio o medir un poco mas las palabras, incluso creo que deberían poner una música relajante para uno no encontrarse tan solo con la camilla. Una maravilla ese escrito gracias Joaquin por todo lo dicho

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