Era el día 11 de noviembre de 2008. De buena mañana fui a la
clínica Barraquer para someterme a las pruebas preparatorias a la intervención:
examen optométrico, OCT y angiografía, seguidas de una visita a la doctora
Viver para examinar el fondo de ojo y confirmar la necesidad de la inyección. Después
tuve que firmar una autorización, con la que se aseguran de que te haces
responsable ante cualquier problema o complicación que pueda surgir y la
clínica se cubre legalmente; ya no puedes reclamar nada si las cosas van mal. Y
me citaron a las 16.30 h para la intervención.
Llegué puntual y lo primero que
tuve que hacer fue pasar por caja. El importe de la inyección ascendía a 1412
euros. Por tener una mutua, el precio bajó a 1012 euros ―la mutua cubría la parte del quirófano―. La verdad es que me pareció muy caro, y más después de saber
que el coste de producción del medicamento es bajísimo. Esto lo encuentro
escandaloso. Pagar esa cantidad, que me costó esfuerzo conseguir, fue como otro
pinchazo psicológico y moral. Pensé en todos los pacientes que, después de ser
expoliados, no mejoran con el tratamiento, o sufren complicaciones. En todos
los que no pueden permitirse pagar esta terapia o gastan en ella los ahorros de
toda una vida. Mientras esperaba, iba mirando a los otros pacientes que, como
yo, debían someterse a la inyección. Eran personas diversas, la mayoría
ancianas, algunas venidas de muy lejos. Me pregunté qué ocurre con los que no
pueden pagarse este tratamiento… Y con los que recurren a la sanidad pública pero
tienen que esperar un tiempo, a veces demasiado, y son intervenidos cuando el
deterioro visual ya ha avanzado hasta el punto de incapacitarlos. Me parece
indignante, y una afrenta al juramento hipocrático que todo médico debería
tener presente.
Éramos unas 25 personas, y se me figuró que parecíamos toros
llevados al ruedo. Las puertas del quirófano se abrían y se cerraban, entraban
y salían médicos y enfermeras. La luz de las salas de espera era fría y triste;
la decoración en blanco y negro me pareció oscura y no contribuía a animar el
ambiente. Y, mientras tanto, los pacientes esperábamos a que nos fueran
llamando, acompañados de nuestros familiares, que hacían más soportables esos
momentos. Especialmente para los que, como yo, íbamos por primera vez.
¿Cómo me sentía? Volvía a sentir opresión en el ojo. Casi había olvidado el láser y reviví esa
primera agresión, aunque intenté convencerme a mí mismo de que realmente todo
era más sencillo: un simple pinchazo y nada más. Pero, en el fondo, mi ojo iba
a ser atravesado por una fina y larga aguja. No podía evitar pensar en ese
momento y tragué saliva. Pero estaba
dispuesto, pues sabía que era la única solución para detener el sangrado en la
retina, así que me armé de valor.
Cuando me llamaron pensé: ¡al ruedo! Estaba acongojado. Atravesé
un pasillo y me encontré con las enfermeras. Me hicieron tumbarme en una
camilla, me desinfectaron el ojo y me lo anestesiaron con muchas gotas. Mientras
iban preparando la entrada al quirófano me cubrieron la cara con una tela y
practicaron un agujero en el lado izquierdo, por donde la doctora iba a
intervenir. En el trayecto hacia el quirófano oí todo tipo de comentarios por
parte del equipo sanitario: conversaciones sobre sus vidas privadas, bromas
frívolas, risas… Supongo que es habitual, para ellos ese trabajo es rutinario,
pero desde el punto de vista del paciente, que está allí tendido, inquieto y
angustiado, me pareció una falta de profesionalidad.
Unos minutos después estaba en el quirófano, entre los
enfermeros que seguían echándome gotas en el ojo. La doctora Viver me saludó
con calidez. En medio del ajetreo su voz sonaba como una suave música, pues
ella siempre es muy amable y delicada en el trato. Me fue indicando los pasos a
seguir. El momento más duro fue cuando, con unas pinzas redondas, me abrieron
los párpados, ejerciendo una fuerte presión sobre el ojo para inmovilizarlo. Segundos
más tarde, sentí la inyección, penetrando en el ojo y liberando el fármaco, una
especie de amalgama que va directa a la retina. Ese momento es el más delicado,
porque no puedes moverte ni un milímetro.
Noté la textura del medicamento esparciéndose por el
interior del ojo, creando un efecto visual multicolor. Y se acabó el martirio. Después
de hacer la grabación protocolaria, la doctora se despidió cordialmente y me
dijo que todo había ido muy bien y que había sido un paciente ejemplar.
Cuando salí al pasillo me dieron unas gotas desinfectantes
para ponerme en el ojo durante cinco días y me acompañaron a casa. Llegué agotado
mentalmente e intentando tranquilizarme. Tenía el ojo muy rojo por la presión,
y dolorido. Ese día fui consciente de la enorme cantidad de gente que sufre
patologías oculares como yo, y deben pincharse, no una sino muchas veces, con
regularidad. Me sentí solidario con ellas y quise aprender más sobre mi
dolencia y sobre la salud ocular. Fue el inicio de un largo camino que, a
ratos, iba a ser cuesta arriba. La doctora me dijo que era imprevisible cuántas
inyecciones podría necesitar, y yo esperé y deseé que no fueran muchas más.
Pero, a partir de entonces, y en los años siguientes, pasé por un calvario de
más de diez pinchazos.