viernes, 27 de septiembre de 2013

Salida al ruedo: la primera inyección de Lucentis

Era el día 11 de noviembre de 2008. De buena mañana fui a la clínica Barraquer para someterme a las pruebas preparatorias a la intervención: examen optométrico, OCT y angiografía, seguidas de una visita a la doctora Viver para examinar el fondo de ojo y confirmar la necesidad de la inyección. Después tuve que firmar una autorización, con la que se aseguran de que te haces responsable ante cualquier problema o complicación que pueda surgir y la clínica se cubre legalmente; ya no puedes reclamar nada si las cosas van mal. Y me citaron a las 16.30 h para la intervención. 

Llegué puntual y lo primero que tuve que hacer fue pasar por caja. El importe de la inyección ascendía a 1412 euros. Por tener una mutua, el precio bajó a 1012 euros ―la mutua cubría la parte del quirófano―. La verdad es que me pareció muy caro, y más después de saber que el coste de producción del medicamento es bajísimo. Esto lo encuentro escandaloso. Pagar esa cantidad, que me costó esfuerzo conseguir, fue como otro pinchazo psicológico y moral. Pensé en todos los pacientes que, después de ser expoliados, no mejoran con el tratamiento, o sufren complicaciones. En todos los que no pueden permitirse pagar esta terapia o gastan en ella los ahorros de toda una vida. Mientras esperaba, iba mirando a los otros pacientes que, como yo, debían someterse a la inyección. Eran personas diversas, la mayoría ancianas, algunas venidas de muy lejos. Me pregunté qué ocurre con los que no pueden pagarse este tratamiento… Y con los que recurren a la sanidad pública pero tienen que esperar un tiempo, a veces demasiado, y son intervenidos cuando el deterioro visual ya ha avanzado hasta el punto de incapacitarlos. Me parece indignante, y una afrenta al juramento hipocrático que todo médico debería tener presente.

Éramos unas 25 personas, y se me figuró que parecíamos toros llevados al ruedo. Las puertas del quirófano se abrían y se cerraban, entraban y salían médicos y enfermeras. La luz de las salas de espera era fría y triste; la decoración en blanco y negro me pareció oscura y no contribuía a animar el ambiente. Y, mientras tanto, los pacientes esperábamos a que nos fueran llamando, acompañados de nuestros familiares, que hacían más soportables esos momentos. Especialmente para los que, como yo, íbamos por primera vez.

¿Cómo me sentía? Volvía a sentir opresión en el ojo.  Casi había olvidado el láser y reviví esa primera agresión, aunque intenté convencerme a mí mismo de que realmente todo era más sencillo: un simple pinchazo y nada más. Pero, en el fondo, mi ojo iba a ser atravesado por una fina y larga aguja. No podía evitar pensar en ese momento y tragué saliva.  Pero estaba dispuesto, pues sabía que era la única solución para detener el sangrado en la retina, así que me armé de valor.

Cuando me llamaron pensé: ¡al ruedo! Estaba acongojado. Atravesé un pasillo y me encontré con las enfermeras. Me hicieron tumbarme en una camilla, me desinfectaron el ojo y me lo anestesiaron con muchas gotas. Mientras iban preparando la entrada al quirófano me cubrieron la cara con una tela y practicaron un agujero en el lado izquierdo, por donde la doctora iba a intervenir. En el trayecto hacia el quirófano oí todo tipo de comentarios por parte del equipo sanitario: conversaciones sobre sus vidas privadas, bromas frívolas, risas… Supongo que es habitual, para ellos ese trabajo es rutinario, pero desde el punto de vista del paciente, que está allí tendido, inquieto y angustiado, me pareció una falta de profesionalidad.

Unos minutos después estaba en el quirófano, entre los enfermeros que seguían echándome gotas en el ojo. La doctora Viver me saludó con calidez. En medio del ajetreo su voz sonaba como una suave música, pues ella siempre es muy amable y delicada en el trato. Me fue indicando los pasos a seguir. El momento más duro fue cuando, con unas pinzas redondas, me abrieron los párpados, ejerciendo una fuerte presión sobre el ojo para inmovilizarlo. Segundos más tarde, sentí la inyección, penetrando en el ojo y liberando el fármaco, una especie de amalgama que va directa a la retina. Ese momento es el más delicado, porque no puedes moverte ni un milímetro.

Noté la textura del medicamento esparciéndose por el interior del ojo, creando un efecto visual multicolor. Y se acabó el martirio. Después de hacer la grabación protocolaria, la doctora se despidió cordialmente y me dijo que todo había ido muy bien y que había sido un paciente ejemplar.

Cuando salí al pasillo me dieron unas gotas desinfectantes para ponerme en el ojo durante cinco días y me acompañaron a casa. Llegué agotado mentalmente e intentando tranquilizarme. Tenía el ojo muy rojo por la presión, y dolorido. Ese día fui consciente de la enorme cantidad de gente que sufre patologías oculares como yo, y deben pincharse, no una sino muchas veces, con regularidad. Me sentí solidario con ellas y quise aprender más sobre mi dolencia y sobre la salud ocular. Fue el inicio de un largo camino que, a ratos, iba a ser cuesta arriba. La doctora me dijo que era imprevisible cuántas inyecciones podría necesitar, y yo esperé y deseé que no fueran muchas más. Pero, a partir de entonces, y en los años siguientes, pasé por un calvario de más de diez pinchazos. 

martes, 24 de septiembre de 2013

Una membrana idiopática

Cuando ya parecía que todo se normalizaba y había recuperado hasta casi un 80 % de la visión que tenía antes, ¡un nuevo sobresalto! Un día comencé a ver todas las líneas rectas distorsionadas. Era como tener una enorme gota de agua delante del ojo, que deformaba los rostros, las formas, las imágenes… Me asusté. Ver así genera una enorme angustia e inseguridad. Y, de nuevo, una tarde de fin de semana, tuve que correr a urgencias a la clínica Barraquer. Fue en noviembre de 2008.

¿Qué ocurría? El diagnóstico reveló que se me había formado una membrana idiopática en la retina. Que esta membrana, formada por diminutos capilares sanguíneos, había sufrido la rotura de algunos de estos vasos. La sangre y el líquido habían invadido la retina y esto es lo que provocaba la visión distorsionada.

Una membrana “idiopática”, dice el informe. ¿Qué es esto?, pregunté. La doctora de urgencias que me atendió dijo que idiopático significa que no se conoce el origen o la causa. Me quedé todavía más desconcertado. También me dijo que esto solía ocurrir cuando había habido accidentes vasculares como el mío, una zona isquémica y una zona edematosa en la retina. Las membranas retinianas son frecuentes en pacientes con degeneración macular asociada a la edad, que no es mi caso.

Al día siguiente me visitó una especialista en fondo de ojo, la doctora Viver. Me hizo pasar por varias pruebas para ver exactamente cómo lo tenía. Entre ellas una tomografía de coherencia óptica, una OCT, la primera de muchas (en la foto podéis ver una OCT de un fondo de ojo con gotas de líquido, similar a la mía en aquel momento). La doctora fue muy amable y me explicó muy bien cómo son y se forman estas membranas neovasculares en la retina. Se pueden producir por causas diversas, una podría ser la falta de oxígeno: tras una trombosis, el tejido ocular se rehace, generando un cúmulo de vasos sanguíneos nuevos para irrigar la zona dañada. Pero este tejido es frágil y los capilares se rompen con facilidad o exudan líquido. ¿Tratamiento? Hasta hace unos años no lo había, y la persona tenía que resignarse a ir perdiendo visión sin remedio. Afortunadamente, me dijo la doctora, desde el año 1996 existe una terapia bastante eficaz: las inyecciones intraoculares con un medicamento que inactiva la membrana, sellando los vasos que supuran. Este tratamiento resuelve parcialmente el problema, al menos durante un tiempo, e impide la pérdida de visión. En algunos casos, se puede recuperar la visión perdida e incluso detener el problema.

La verdad es que al oír la noticia sentí a la vez alivio, porque había un remedio, pero por otro lado la idea de recibir una inyección directa al globo ocular no me hacía ninguna gracia. Hoy, es la única solución reconocida por la oftalmología oficial. Aunque se está investigando para buscar medicamentos más eficaces y de efectos más duraderos. Pero todo está en fase experimental y los nuevos tratamientos tardarán unos años en salir.


La prescripción de la Dra. Viver fue una inyección de Lucentis. Y en la próxima entrada explicaré mi experiencia, el inicio de un largo calvario… porque no fue la única vez, ni mucho menos.

domingo, 22 de septiembre de 2013

Tregua y recuperación

Después del láser inicié un periodo de progresiva mejora. Continué con mis buenos hábitos, aunque quizás en alguna época aflojé un poco. El doctor Nadal me dijo que ya me podía considerar satisfecho y que no esperara más mejorías. La verdad es que, aunque las pruebas de las revisiones no arrojaban cambios, yo sí notaba una mayor agudeza visual con el paso del tiempo.

De todas maneras, tuve que adaptarme para realizar algunas de mis tareas ordinarias. El impedimento mayor era la lectura, pues aunque recuperé visión no podía ―ni todavía puedo― leer un texto con una fuente de 12, 14 o 15 puntos.

Por mi trabajo, que me pide recurrir constantemente a la lectura, hice varias cosas. No podía utilizar mis gafas de antes, pues mi grado de visión oscilaba en periodos de tiempo muy cortos. Así que pedí a mis colaboradores que me pasaran en Word, con letra grande, los textos que debía leer cada día. Empecé con letras de 30 puntos, y fui bajando progresivamente hasta 18. Además, para leer libros, revistas o periódicos, comencé a utilizar lupas o lentes de aumento. En el ordenador, aprendí a ampliarme la visión en pantalla y comencé a utilizar fuentes claras y grandes. Me compré agendas nuevas, más grandes, donde anoté con letra gruesa todos los datos. Y procuré que el teléfono móvil también tuviera una pantalla grande, con teclas y números bien legibles.

Lo que no quería, en ningún caso, era quedarme quieto y dejar de hacer mis actividades cotidianas. Tampoco dejé de conducir, y debo decir que nunca he tenido problemas en este sentido. Al contrario, el esfuerzo por aguzar la vista y conservar la visión panorámica creo que ha contribuido positivamente a mi mejora, a que el ojo no se acomodara. Y, emocionalmente, he evitado paralizarme y hundirme.

Cuando te falla un sentido tan importante como la vista te das cuenta de que los otros sentidos se agudizan y te ayudan. También crece el ingenio creativo: toda nuestra naturaleza está preparada para responder a una emergencia y recobrar la normalidad. Ahora bien, es necesario tener espíritu de lucha y perseverancia, sin mirarse el ombligo.

Otra cosa que me ocurrió es que descubrí que hay muchísimas personas que sufren de la vista. Comencé a hablar con feligreses y vecinos del barrio que me contaron sus problemas visuales. Uno de ellos fue el que me dijo que tuviera mucha paciencia, pues a él le costó varios años recuperarse de un accidente ocular similar al mío.

Saber que las patologías oculares afectan cada vez a más gente me hizo consciente de la importancia de cuidar la vista y ayudar a quienes sufren a mejorar sus condiciones.

Pasó más de un año. Pero este periodo de tregua y mejora… iba a verse dramáticamente truncado.

domingo, 15 de septiembre de 2013

El láser, una prueba delicada

Mi amigo naturópata me dijo que, con paciencia y mucha disciplina, podía resolver la hemorragia interna ocular. Pero tenía que buscar más tiempo para descansar y relajarme. Lo ideal hubieran sido dos o tres meses de retiro y vacaciones, que por mi trabajo pastoral y social me era imposible. Tras unas visitas de revisión en la Clínica Barraquer, el oftalmólogo creyó oportuno intervenir con láser para sellar las fugas de los capilares sanguíneos y evitar males mayores.

El tema es que se empezaba a producir una isquemia ―falta de oxígeno― en una parte de la retina, y esto podía tener consecuencias más graves y pérdida de visión.

El doctor Nadal, un afamado retinólogo de reconocimiento internacional, fue el que me trató. La sesión de láser fue en abril del 2007, y apenas duró unos minutos. La prueba se llama “fotocoagulación con láser argón” y consiste en aplicar varios impactos de láser en la zona dañada para sellar los vasos sanguíneos y evitar más derrames. En realidad, es como hacer una soldadura para evitar fugas.

¿Cómo me sentí? Previamente me anestesiaron un poco para que me tranquilizara, pues, aunque te aseguren que es una operación de rutina y que el médico está acostumbradísimo a hacerlo, impresiona y asusta. Finalmente, aunque sea una cura, no deja de ser una agresión en un órgano vital y delicadísimo. Un error de milímetros podría ser fatal y esto lo tuve muy presente cuando firmé los documentos de consentimiento previos. Tenía la lesión muy cerca de la mácula (zona de visión central del ojo) y solo pensar que el láser pudiera desviarse unas décimas de milímetro me causaba pánico.

El doctor Nadal me preguntó por qué sudaba tanto. ¡Estaba acongojado! Le confesé el miedo que sentía y me tranquilizó con una sonrisa y una palmada. Luego, me sujetó el ojo con un tubo cilíndrico y comenzó a “disparar”. Yo rezaba.


La intervención fue bien. Tan bien que, al cabo de un mes, recuperé casi el 90 por cien de mi visión anterior. El doctor me dijo que ya no tenía que hacer nada más: recuperarme e ir visitándome regularmente para hacer revisiones del fondo de ojo. Y seguir cuidando mi tensión arterial.

miércoles, 11 de septiembre de 2013

Cambio de hábitos, fuerza de voluntad

Ahora voy a explicar qué cambios emprendí para iniciar este camino de curación. Debo recalcar que todos los médicos, lo primero que me decían era que vigilara con la hipertensión. Y esto iba relacionado con mi peso y mi alimentación.

Así que tomé unas decisiones, con firmeza. Mi amiga, la señora que se recuperó del cáncer, y mi amigo naturópata me dieron unas primeras pautas. Una doctora de confianza me aconsejó varios suplementos de vitaminas y oxígeno. Se trataba, no solo de mi ojo, sino de curar mi cuerpo entero, pues el derrame ocular no fue sino el síntoma de un estado general de mucho riesgo. Necesitaba una desintoxicación interna y una mejor nutrición.

Lo primero que hice fue eliminar una serie de alimentos que siempre había consumido. Noté que realmente son adictivos, pues me costó dejarlos. Fueron: la Coca Cola, los embutidos, los cocidos con mucha grasa y “sustancia”, el pan blanco y la sal. Siempre me gustó comer bien salado, y tuve que acostumbrarme a descubrir el sabor de los alimentos sin sal o con muy poca.

Mis desayunos cambiaron radicalmente: comencé a tomar frutas, sobre todo piña, en los comienzos, y luego fruta del tiempo, especialmente frutas con mucha vitamina A y C, que son buenas para la vista: uvas, ciruelas, cerezas, melocotones, granada… A media mañana, una rebanadita fina de pan, integral o de semillas, con atún, sardinas, jamón o queso fresco, preferentemente de cabra. Nada de chorizos ni otros embutidos. En cantidades moderadas. También me acostumbré a tomar jugos recién exprimidos, unos días de limón, otros días de naranja o pomelo.

Dejé el café con leche y todo tipo de refrescos gaseosos y azucarados. Comencé a tomar infusiones y zumos de frutas (más adelante también dejé los zumos envasados).

A mediodía y por la noche me acostumbré a tomar mucha verdura y grandes boles de ensalada variada, no solo lechuga, sino zanahoria, cebolla, tomate, semillas, aguacate… A todo lo que podía, le echaba ajo, otro alimento estrella contra la hipertensión y el colesterol. Bien aliñado con aceite de oliva virgen. La carne me la quité (salvo el jamón y algún que otro bistec a la plancha, muy puntualmente, cuando he tenido compromisos). Y el pescado, siempre a la plancha o hervido. Algunos días, blanco y otros días pescado azul (atún, sardina, jurel) que es bueno para el colesterol.
Al cambio de dieta incorporé las caminatas. Prácticamente cada día como mínimo media hora o tres cuartos. Me acostumbré a ir a pie para realizar cualquier recado o gestión que no fuera muy lejos.

Empecé a ir al mar o a parques y jardines y allí hacer ejercicios de respiración profunda. Muchas noches y muchas mañanas, a primera hora, también empecé a salir a la terraza para respirar hondo.

¿Resultado? En tres meses, bajé quince kilos de peso. En seis meses, veinte. Llegué a pesar 58 kg, mi peso ideal, de los casi 80 kg que había llegado a tener. Sin pastillas ni gimnasio, solo con caminar, respirar y comer bien. Es decir, comer sano. Mi tensión arterial bajó de 16-22 a 12,5-8. Mi colesterol se redujo a la mitad.

Esto contribuyó a que me sintiera más ligero y más sereno. Empecé a dormir mucho mejor, me levantaba mucho más fresco y despejado. Sentía una vitalidad que desde jovencito no había tenido. Aunque perdí visión, gané en creatividad y claridad mental, y esto se reflejaba en mis tareas y en mi día a día.

El ojo humano

Aquí posteo una imagen esquemática del ojo humano con sus partes. 

El daño que tuve fue en la retina, que es el tejido que cubre el fondo de ojo. Por decirlo así, es la pantalla donde se recogen la luz y las imágenes que se transmiten al cerebro vía nervio óptico. Cualquier problema en la retina causa distorsión o pérdida en la visión. 

Nuestros ojos son dos hermosas perlas que nos permiten conectar con la realidad, y que hemos de cuidar como tesoros. Nunca las valoras tanto como cuando estás a punto de perderlas.



jueves, 5 de septiembre de 2013

Las primeras ayudas

A raíz de lo ocurrido, fui muy consciente de que tenía que recuperar la vista. Por mi responsabilidad pastoral y mis tareas, no podía permitirme quedarme quieto.

Lo primero que hice fue visitarme con un cardiólogo para bajar la tensión y el colesterol. Como podéis imaginar, me recetó unos medicamentos y que vigilara mi dieta.

Pero, por mi cuenta, acudí a pedir otras ayudas. Tengo amigos que trabajan en el campo de la medicina natural, obteniendo muy buenos resultados con sus pacientes. Así que recurrí a ellos. También me ayudó una feligresa de la parroquia de San Pablo, donde entonces era rector. Esta mujer ejemplar, que vive sola y lleva una vida autónoma, a sus noventa tantos años, se recuperó de un cáncer después de estar desahuciada. Lleva una vida sanísima y lee perfectamente sin gafas, a su edad.

Tanto ella como mis amigos naturópatas me dieron orientaciones dietéticas y me hicieron ver la necesidad urgente de cambiar mis hábitos alimentarios. Y así lo hice. Cuando te juegas algo tan importante como la vista, todo sacrificio es poco. Así comencé a tomar muchas verduras, ensaladas, frutas… Dejé totalmente la Coca-cola, los embutidos, los fritos y los enormes bocadillos que tomaba antes. Fue un cambio radical, y en pocos meses perdí casi 20 kg. La gente a mi alrededor quedó bastante sorprendida.

La verdad es que un cambio de hábitos dietéticos cuesta, pero me encontré mucho mejor. No solo más ligero, sino que comencé a dormir mejor, se me quitó la constante sed que tenía antes y, lo más importante, normalicé mi presión arterial y mi colesterol fue bajando gradualmente.

Lo que más me motivó en esa etapa fue pensar en los demás: por ellos debía cuidarme. Y no conformarme con tomar unas pastillas, sino con replantear mis hábitos y buscar la salud global. Mi ojo fue la víctima de un estado físico dañado, por causa de un estilo de vida poco saludable. A veces necesitamos un susto para reaccionar. Cuando dejamos de ver bien los rostros, los detalles, las cosas hermosas que nos rodean, nos damos cuenta de que podemos perder algo muy importante. Y está en nuestras manos cambiar.

domingo, 1 de septiembre de 2013

¿Por qué de este título?

Al iniciar este blog, varias personas me han preguntado: ¿Por qué este título? Así que voy a explicarlo.

Recuperando la visión perdida. La frase expresa una etapa crucial de mi vida. El trombo venoso que padecí, y que provocó una lesión en mi retina, me ayudó a cambiar la percepción de la realidad. Me colocó en una situación nueva para mí y me llevó a un cambio en la concepción de mí mismo.

Durante años viví instalado en un constante estrés, expuesto ante la enfermedad silenciosa, que contenía en potencia un estallido que ponía en riesgo mi propia vida. Cada día rozaba, inconscientemente, el rostro de la muerte. Los síntomas: largos insomnios, sobresaltos que me despertaban, sensación de ahogo mientras dormía… El exceso de peso me dificultaba la respiración y pasaba largas noches sin dormir lo suficiente. Pero, mientras tanto, seguía tomando opíparas cenas, que me hacían largas y pesadas las digestiones, y continuaba agotándome física y psíquicamente. Estaba al borde de una profunda crisis.

Hasta que se produjo la lesión vascular en mi ojo izquierdo. Unos capilares de la retina, obstruidos, reventaron, produciendo una hemorragia interna en el ojo. Ese día empecé un largo camino que me llevaría a tomar una mayor conciencia de mí y de mi situación.

Hoy, doy gracias a Dios de que me pasara lo que me pasó, porque por fin empecé a ver con la luz de la experiencia vital. Ha sido duro, y han transcurrido siete años desde entonces. Pero hoy tengo paz, hoy sé cuán valiosa es mi retina y mi existencia, aunque quizás más limitada, es más serena. Saboreo pacientemente cada segundo de mi vida. Descanso y duermo mucho mejor. Aprendo a confiar, a soltar, a delegar. Yo, que no podía perder ni un segundo queriendo hacer y hacer cosas, para poder llegar a todo, ahora me dejo llevar por la sorpresa inesperada que me regalan cada día la vida, los demás, Dios.

Por eso ahora estoy en otra batalla: llegar a ser cómplice de mis propias limitaciones y defectos. No me importa asumir que no soy perfecto. Mi felicidad consiste en abrazar lo que soy, con paz y abandono. Hice una tregua conmigo mismo. Estaba deslizándome por una pendiente, bajando a gran velocidad hacia el abismo, y me detuve. Hoy mi batalla es recuperar la visión perdida.

Recuperar


Este verbo expresa un empeño en volver a un estado satisfactorio que he perdido. No se trata de un retroceso, de un volver atrás, sino de pasar por un profundo análisis de las causas que provocaron tal lesión. Recuperar significa lucha, tenacidad, entusiasmo para ir en busca del gran tesoro: la luz que quedó en penumbra. Pide ilusión, tomar aire y lanzarse, pero con un talante diferente. Se trata de sacar el máximo jugo de esa experiencia, aprender a cambiar el chip y el ritmo, sin angustia. Empiezo un camino de retorno, no quisiera conformarme en recuperar la agudeza visual que tenía, sino ganar una visión más global de la realidad que me envuelve. Deseo tener agudeza en el alma para captar también lo que no se ve. Este es mi empeño: recuperar la serenidad que había perdido, antes que la visión.

Necesitaba hacer las cosas de otra manera. A veces tenía la sensación de ir como un galgo, a la carrera detrás de la presa que nunca alcanzaba. Hasta que paré, y no solo cambié la velocidad, sino la dirección. Ahora, he abierto este blog para ayudar a otros a que sean protagonistas de su vida.

Tras la noche viene el día. Tras la oscuridad luce el sol. Después de la tormenta aparece un arco iris en el cielo. Decidí tener agallas, ser humilde y aprender del sufrimiento. Y empecé a subir la montaña, con la mirada puesta en la cumbre. Volveré a ver como nunca, porque cuanto más arriba llegue, más luz habrá.

La visión


La meta de esta lucha es la visión. Una visión que durante mucho tiempo se ha apagado, mitigando la fuerza de los colores de la vida. El estrés y el frenesí de la vida diaria reducen la capacidad de ver detalles que pasan por tu lado. Con la velocidad pierdes perspectiva y no puedes retener las imágenes, como el que viaja a bordo de un tren de alta velocidad: la retina no tiene tiempo de fotografiar la imagen, es imposible. Cuántas cosas nos perdemos por no ir más despacio. En aquel día de agosto se unieron el no saber ver lo que tenía a mi lado y el propio estrés. En el fondo, no quería verme a mí mismo a punto de explotar, hasta que la lesión física me reveló otra lesión más profunda: la miopía de no saber o no querer ver que estaba ante un precipicio. Alguien me sostuvo ante el vacío. El ojito fue como un SOS que evitó mi caída.

Hoy estoy maravillado de descubrir mis propios ojos: su fisiología, su funcionamiento, un auténtico prodigio de la naturaleza. Son nuestra puerta abierta al mundo. El gozo de la existencia es mayor cuando cada mañana abres los ojos y contemplas la belleza del día que nace. Qué hermoso es vivir. Y qué hondo es ver desde el alma lo que antes no sabía ver. Porque los ojos captan solo las realidades físicas, pero cuando uno aprende a acercar el zoom descubre otra belleza, la que se esconde detrás de las cosas y los rostros.

Perdida


Cuando pierdes algo que quieres te invaden la tristeza y el desaliento. En pocos segundos te falta algo valioso que durante un tiempo te llenó de felicidad. Aún más si se trata de personas amigas o seres queridos. Cuando se trata de la luz y la capacidad de ver con nitidez, sientes que pierdes una parte maravillosa de ti. Pierdes la capacidad de contrastar colores, texturas, formas, luces… Esa borrosidad y distorsión de los objetos te hace darte cuenta de lo que has perdido. Pero, ¿qué ocurre? Cuando te pones en marcha enseguida te encuentras con personas nuevas y situaciones que te ayudan.

Sobre todo, te encuentras contigo mismo. Qué perdido estaba, creyendo que todo lo tenía controlado. El trombo ocular fue la oportunidad para encontrarme a mí mismo. Quizás por eso perdí mi visión externa. Tanto correr… ¿hacia dónde? ¿Y si en el fondo me estaba perdiendo en el laberinto de mi propio ego? Corriendo, perdiendo la conexión con la realidad… perdiendo la visión. Hoy siento que he encontrado nuevas razones por las cuales vale la pena vivir. Y he redescubierto el valor de la salud integral. No se pueden separar las emociones de las patologías del cuerpo, como no se puede separar la mente de la materia, ni la espiritualidad de la biología y de la herencia familiar. No se puede fragmentar el ser humano en partes, ni reducirlo a un mecanismo de estudio para las diferentes disciplinas científicas y médicas, tan superespecializadas. Somos materia, energía, conciencia y espíritu. Las enfermedades se producen por la falta de armonía de estos diferentes niveles. La mayor parte de nuestras patologías tienen que ver con lo que comemos, con lo que sentimos, con lo que pensamos y con lo que vivimos, con todas nuestras emociones y contradicciones internas. La salud comienza cuando nos aceptamos tal y como somos, y con nuestra capacidad de abrirnos a los demás y aprender de ellos. Solo así encontraremos la auténtica salud que nos llevará a vivir en plenitud. Se trata de abrazar la vida, a pesar de las dificultades y reveses que continuamente nos ponen a prueba.

En este camino, el silencio es un aliado. Con él aprendes a poner la distancia justa entre tú  y la realidad. A través de él reencuentras el verdadero sentido de la existencia y tu misión en la vida. Os lo aseguro: no solo se agudiza la visión en un sentido amplio, sino también los otros sentidos. Perdiendo visión, encontré una perla perdida: ver el mundo con otros ojos.